Hola
amigo. Quiero felicitarte por el nuevo año desde CASA MAURA, mi casa particular
en La Habana, dedicada al hospedaje de viajeros. Y como ultima publicación de
este blog en el 2015, te regalo un excelente material del periodista Ciro
Bianchi sobre cómo se celebraban y se celebra el fin de año en Cuba.
El
año es ejemplo de proceso cíclico; guarda una relación analógica con procesos
tales como el día, la vida humana, el
devenir de una cultura… todos con una fase ascendente y otra, descendente. El
fin de un año es siempre para el ser humano ocasión de balance y recuento; momento propicio para repasar éxitos y
fracasos, y contrastar lo conseguido con lo que no se alcanzó. A las 12 de la
noche del 31 de diciembre se cierra una etapa que da paso enseguida a otra que
se abre con nuevas metas, que a veces vienen de antes como esos siempre
anhelados e invariablemente incumplidos propósitos de abandonar el cigarrillo,
visitar a la vieja tía enferma o rebajar el peso corporal. Se dice: «Año nuevo;
vida nueva».
Las
fiestas navideñas y de fin de año comienzan con bastante anticipación. Desde
que entra diciembre los grandes comercios nos recuerdan, con motivos alegóricos
y tímidas rebajas de precio, su cercanía, y la puesta del arbolito, con sus
luces y bolas de colores, es una fiesta para la familia. Crece el júbilo y el ritmo
laboral decrece. Las enfermedades dan un respiro. O la gente da un respiro a
sus enfermedades y, aunque los males sigan ahí, se aplaza hasta enero la visita
al médico. Los que muy de tarde en tarde prueban las bebidas alcohólicas, no
vacilan entonces, por aquello de que «un
día es un día», en darse su trago, y a veces más de uno, y el que mira hacia
otro lado para no saludar a nadie, hay que aguantarlo para que no apurruñe
entre los brazos al vecino. Llegan las tarjetas de felicitación. Dicen más o menos
lo mismo: «Felices fiestas y Próspero año nuevo».
Son
las fiestas por el nacimiento del Niño Dios. Pero en Cuba, al igual que sucede
en otros muchos países, la celebración se ha desacralizado y esos días pasaron
a ser grato motivo de reunión familiar y de reencuentro de amigos, aunque los
templos católicos se llenen de feligreses, no siempre devotos, para escuchar la
Misa del Gallo, que se oficia a las 11 de la noche del 24 y que ahora puede ser
a las nueve o a cualquier otra hora.
Lo
que sobró
La
cena del día 24, la Nochebuena propiamente dicha, es el centro de la
celebración. Ese día —puede ser también el 31— para muchos es importante
estrenar una pieza de ropa, sea una chaqueta o un calzoncillo. La familia
cubana no tiene, en la ocasión, una hora fija para cenar. Se impone, sí, en la
mayoría de la Isla, hacerlo en familia, y se espera tenerla toda a la mesa para
empezar a degustar los frijoles negros dormidos y el arroz blanco desgranado y
reluciente, la yuca con mojo, el puerco asado o el guanajo relleno o sin
rellenar que, junto con los postres caseros, como los buñuelos de navidad, y
una amplia gama de dulces en almíbar y turrones españoles, son los platos
—también el guineo en salsa negra— que conforman la comilona de la fecha que,
en un país sin tradición ni cultura vinícola, se riega por lo general con
cerveza helada. No son frecuentes en la Nochebuena cubana el cordero ni los
pescados y mariscos, tampoco el bacalao, habituales en otras latitudes.
En
una fina evocación de la cocina cubana escribía el poeta Miguel Barnet:
«No
escapan a mi memoria las nochebuenas de mi casa marina, con el lechón al
pincho, el pavo gigante o el pargo asado a la catalana, todo acompañado de
plátano maduro frito, tostones rubicundos o yuca con mojo de ajos».
Sabe
el escribidor que en la Cuba de hoy no todos comen siempre lo que quieren. Pero está convencido de que no hay familia
cubana que se acueste sin comer. Por modestos que sean sus recursos, siempre se
reserva algo especial o al menos distinto para esa noche.
Decía
uno de nuestros grandes costumbristas, que para el cubano promedio no es tan
importante lo que llevó a la mesa en la Nochebuena, sino lo que sobró, a fin de
poder comentar que hubo tanta comida que en su casa no se hizo necesario
cocinar al día siguiente. En realidad, la cubana no suele meterse en la cocina
el 25, que es el día de la llamada montería, esto es, de comer lo que
quedó de la noche anterior.
Se
quiere un 25 lo más tranquilo posible, ideal para la visita, acabar la botella
que quedó mediada de la noche o para
aliviar el ajetreo de jornadas anteriores. Aunque ha ganado espacio en los
últimos años la cena del 31, se prefiere una comida ligera en casa para
celebrar la fecha en grande en la calle y recibir el año y empezar un nuevo
ciclo con el almuerzo del 1ro. de enero.
Tanta
proeza metabólica deja, al que más y al que menos, con el aparato digestivo
sobresaltado. Queda aún un día más, el de la llegada de los reyes magos, los
tres sabios que aparecen en los Salmos y que, como una representación omnisciente
de la humanidad toda, rindieron homenaje al niño de Belén.
Con
ellos, se acaban las fiestas. Queda en un rincón, nadie sabe por cuántos días
más, el arbolito ya oscuro y cada vez más empolvado. Si se montó con la ilusión
de los días por venir, quitarlo se convierte en una tortura que se pospone una
y otra vez hasta que alguien en la casa se llena de valor y lo desmonta para
guardar con cuidado las bolas de colores y las luces que se utilizarán de nuevo
al final de ese año.
El
muñeco y la maleta
Hay
en esto del fin de año costumbres que se mantienen y nuevos usos que pugnan por
perpetuarse.
El
escribidor, que está ya a las puertas de los 70 años, no recuerda haber visto
nunca antes de 1959 salir a nadie, a las 12 de la noche del 31 de diciembre,
con una maleta en la mano a fin de darle la vuelta a la manzana. Se trata de
una costumbre que ahora se va extendiendo y los que la practican refieren que
es la forma de asegurarse un viaje al exterior. O de propiciarlo. Tampoco vio
el escribidor quemar un muñeco que simbolizara el año viejo, como se hace hoy
en algunas localidades, con el pretexto de eliminar lo malo del período que
termina. Un muñeco de trapo que conforman los más jóvenes de la zona y que, con
nuevos añadidos, va engrosando día a día
hasta el final. En algunas ciudades, como Remedios, en la región central del
país, el 24 de diciembre es la fecha de la celebración de sus célebres
Parrandas. Los remedianos entonces cenan temprano para estar en la plaza
central cuando se inicie una fiesta en que «carmelitas» y «sansaríes»
discutirán el triunfo a cohetazo limpio.
Cuando
yo era niño, el lechón, que era como le llamábamos, o, en su defecto, el
pernilito, se asaba en la panadería. Llegado el 24, la familia sacaba del
cuarto de los trastos la tártara o plancha, guardada desde el año anterior, que
el panadero metería en el horno y que, ya asado el animal o su pata, oficiaba
como una especie de parihuela para trasladarlo a la casa. La cosa se ponía fea
cuando el reloj empezaba a correr, llegaban las ocho o las nueve de la noche,
la ansiedad comenzaba a hacer estragos y el lechón no regresaba de la
panadería, aunque desde temprano en la mañana se había solicitado el servicio.
Y es que debía esperar su turno. De
aquella época vienen a la memoria del escribidor los nombres de algunas
panaderías, todas en el reparto Lawton: El Buen Gusto, en Concepción esquina a
Armas; San Francisco, en la calle del
mismo nombre entre Delicias y Diez de Octubre; La Princesa, en 16 esquina a Concepción y El
Bombero, en Porvenir esquina a B, que es, creo, el único de estos cuatro
establecimientos que permanece abierto.
Tanto
si se asaba en la panadería o en la casa, el proceso tenía sus complejidades.
Se mataba el animal el día antes y se recogía la sangre para las morcillas. Se
le echaba agua hirviendo, y se frotaba
con un ladrillo para sacarle la piel y blanquearlo. Se afeitaba y enjuagaba. Se
abría y se extraían las vísceras. Se enjuagaba entonces por dentro y se colgaba
para que escurriera. Se adobaba por la noche y al día siguiente se escurría ese
adobo y se ponía el cerdo en la parrilla. Si se había decidido asarlo en la
casa una opción era de la abrir en la tierra un hueco de medio metro cuadrado,
abastecerlo de carbón o leña suficiente, y colocar la parrilla sobre cuatro
estacas. El asado se alejaba de la candela a medida que el animal se cocinaba.
Mientras el puerco se asaba, las vísceras fritas, que era lo primero que se comía, acompañaban el ron o
la cerveza. Todo eso era parte del folclor.
Aguinaldo
Se
aproximaban las fiestas de fin de año y los recogedores de basura y los que
barrían la calle tocaban a las puertas de las casas para felicitar a las
familias. Las habían servido durante los meses precedentes y con su saludo sugerían una pequeña
recompensa, el llamado «aguinaldo». La
sugería también el cartero, que dejaba, al igual que los otros, una pequeña
tarjeta con un mensaje amable y esperanzador. Todo a cambio de la clásica
peseta; los 20 centavos que era lo que por lo general se obsequiaba. Llegada la
fecha, el bodeguero recompensaba a sus clientes: una lata de dulces en almíbar,
un turrón o una botella de ron o de vino, una dádiva que estaba en proporción
con el gasto en que el cliente hubiera incurrido durante el año y que aseguraba
que el sujeto siguiera haciendo allí sus compras. Entonces, todavía no éramos
usuarios.
Todavía
hasta los primeros años de la Revolución se anunciaba en la prensa el saludo
del cuerpo diplomático acreditado al Presidente de la República y el coctel con
que el mandatario correspondía al saludo
el día primero del año en el Salón de los Espejos de Palacio. El 31 de
diciembre de 1966 se celebró el aniversario del triunfo de 1959 con una cena
gigante en la Plaza de la Revolución, a la que asistieron los principales
dirigentes y funcionarios del Estado.
El
cubo
Una
tradición que ha resistido todas las épocas es la del cubo. Cuando el reloj va
a marcar las 12 del día 31, tiene ya el cubano preparado detrás de la puerta un
cubo lleno de agua que lanza a la calle
con la duodécima campanada, con la esperanza de que se lleve todo lo malo y
que, por bueno que fuera el año que se va, sea mejor el que llega. Están las 12
uvas y la copa de champán o de sidra, una tradición que ha vuelto. Pero nunca
antes que el cubo que se lanza a la calle con alegría y esperanza.
Hemos
tenido fines de año mejores que otros. El 31 de diciembre de 1898 cesó en Cuba
la soberanía española. La nueva situación provocó sentimientos encontrados en
el cubano de a pie. Unos lloraban, otros reían, escribía el cronista Federico
Villoch. Era una conmoción nerviosa difícil de contener. No se luchó durante
tantos años para que al final fuera la bandera norteamericana la que tremolara
en la Plaza de Armas y en el Morro. Pero la salida de España, luego de 400 años
de dominación, ocasionaba alivio y alegría.
Sesenta
y un años después, el agua del cubo del fin de año de 1958 arrastraba a
Batista y a su camarilla. Y a todo un régimen social. Por primera vez en la
historia la frase «Año nuevo; vida nueva» empezaba a ser una realidad para los
cubanos.
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