miércoles, 28 de septiembre de 2016

La buena mesa también es cubana

La buena mesa también es cubana

 Ciro Bianchi Ross

Ajiaco es una voz cubana que quiere decir, metafóricamente, cualquier cosa revuelta de muchas diferencias confundidas. Es un plato en el que las carnes más variadas se mezclan con vegetales y hortalizas. Para algunos es el equivalente de la olla española, y tal vez tengan razón, pues el ajiaco fue en un comienzo, allá en el lejano siglo XVI,  el encuentro del cocido español con las viandas cubanas. Todavía en el siglo XIX la olla cubana o ajiaco incluía los garbanzos entre sus ingredientes. Mas un buen día se suprimieron los garbanzos y ahí mismo la cocina comenzó a ser cubana.




 La buena mesa también es cubana

No fue un hecho casual. El cambio de gusto acompañó a la afirmación de la nacionalidad. Entonces beber café tinto y comer arroz blanco con frijoles negros era una manera que los cubanos tenían de distinguirse de los españoles, quienes preferían el chocolate, los garbanzos y la paella. Y ya desde  entonces, para los cubanos, el amor entraba por la cocina.

Los grandes afluentes de la cocina cubana son la española y la africana. A ellas se suman con el tiempo, pero con menos fuerza, elementos de las cocinas árabe, china, italiana y caribeña. Lo norteamericano, más que en la cocina en sí, influirá en el empleo de algunos productos y en un estilo de comer.

Coinciden los entendidos en que la cocina cubana se diferencia de la española cuando el esclavo doméstico asume la cocina de los amos, ya que estos no traían cocineros de España. Sería el esclavo negro o el criado chino los que sentarían la diferencia.
Por la vía de esclavos y criados negros se instalaron en el paladar cubano  platos como el bacalao, el arroz con pollo, el tasajo, el fufú de plátano y esas dos glorias de la culinaria nacional que son el congrí y el arroz moro. También el arroz blanco como cereal básico y plato esencial para combinar con otros alimentos. El arroz mojado con el guiso es una característica de la cocina cubana. En la mayor parte de las casas el arroz se sirve en las dos comidas y, por muchos que sean los platos a la mesa, el cubano siente que «no ha comido» si no comió arroz.

La preferencia por los dulces es otra de las constantes del paladar cubano; gusto este que impuso, y de qué forma, la industria azucarera.  También lo frito, al extremo que Nitza Villapol aseveraba que «cualquier comida que esté frita es cubana».
La predilección del cubano por las carnes queda anotada en las Cartas habaneras (1821) de Francis R. Jamesson, primer cónsul británico en la capital cubana. Buen ejemplo de esa preferencia lo ofrece Cirilo Villaverde en su novela Cecilia Valdés. En ella, al describir el  almuerzo de la familia  Gamboa, enumera los platos que lo conformaban: carne de vaca, carne de puerco frita, carne guisada, carne estofada, picadillo de ternera servido en una torta de casabe mojado, pollo asado relumbrante en manteca y ajo, huevos fritos casi anegados en salsa de tomate, arroz, plátano maduro frito en luengas y melosas tajadas, ensaladas de berro y lechuga y, para rematar, sendas tazas de café con leche para cada uno de los comensales.

La  norteamericana Julia Howe en su Viaje a Cuba (1860) apunta «la desordenada profusión de manjares» de la mesa cubana. No se piense en la mesa buffet, sin embargo. En su libro Un artista en Cuba, escribe Walter Goodman, pintor inglés que vivió aquí entre 1864 y 1869, que cada plato se presentaba por separado, por lo que a veces había más de 14 fuentes en la mesa. 

La buena mesa también es cubana

La Condesa de Merlin recuerda la costumbre de los habaneros de ingerir, muy temprano en la mañana, una taza de café —lo que en Santiago de Cuba se denominaba el «tentempié», vocablo que llega hasta hoy e identifica la ingestión de cualquier alimento ligero a falta de algo mejor—. Dos o tres horas después degustaban un jarro de chocolate.

Julia Howe es más explícita con el menú de las comidas que hiciera en la Isla: habla del pan y del café negro, «frecuentemente muy malo», al levantarse, y del desayuno entre las nueve y las diez de la mañana, a base de pescado, arroz, bistec, plátanos fritos, bacalao salado con tomates, callos estofados, un clarete mediocre y una taza de café o de té verde. La comida, entre las tres y las cuatro de la tarde, no es menos abundante: sopa, carne asada, pollo y pavo, jamón, guiso, chayote, plátano, ensalada. Y de postre, una cucharada de conserva de las Indias Occidentales, naranjas, bananas y una taza de café o de té.

Cualquier pretexto sirve al cubano del siglo XIX para el yantar. Hay comidas en los velorios, meriendas en los intermedios de las comedias y las obras dramáticas. Villaverde no pasa por alto el ambigú luego de un baile en la Sociedad Filarmónica de La Habana, ni el inglés Goodman tampoco, en Santiago de Cuba.

Es Goodman quien, en Un artista en Cuba, ofrece el menú del velorio al que se vio obligado a asistir en Santiago, reclamado por los familiares del difunto a fin de que hiciera su retrato. Allí, donde los asistentes ahogan su tristeza en la copa que alegra y en la charla que anima, se sirvieron dulces, bizcochos, café, chocolate y puros habanos.

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